sábado, 4 de julio de 2009

Estocolmo no está en Suecia.

Alguno pensará al ver el título de este post que me habré vuelto loco, de verdad os digo, que ojalá fuera yo el último de todos aquellos que pierden la cabeza.

Esta semana hemos podido ver en la prensa que dos padres, si se les puede llamar algo así, han sido condenados por abusos sexuales y otras barbaridades que han cometido sobre sus hijos. La cuestión no es la condena que les ha caído encima. Yo estos días he llegado a pensar que no existe sanción ecuánime y justa para este tipo de delitos, ni la mayor de las sentencias lo sería.

El problema mucha gente lo puede dirigir erróneamente hacia el castigo que deben merecer los bárbaros. Yo voy a mirar a otro lado, las víctimas.

En este caso o mil como este, los niños que más tarde serán padres, van a soportar en silencio o en público, en presente o en pasado lo que han vivido, lo que han sufrido. Lo pasarán también sus hijos, sus parejas y sus amigos, aunque no sepan el porqué, ni entiendan el cómo pero se lo van a comer, lo van a padecer.

El trauma es de tal envergadura que algunos llegan a callar o incluso negar estas atrocidades, por miedo, por temor, por amor, por Estocolmo, no lo sé, pero silencian el dolor que quemará y atormentará su interior para toda su vida. Qué más da el lazo afectivo que una a la víctima y al verdugo, incluso habrá alguna ocasión para defender y amar al monstruo. Podrán incluso llegar a culpabilizar a otra persona, no de lo ocurrido, pero tal vez de lo sufrido, del momento, del instante, de la vida, de la muerte, de nada y de todo.

Por mucho que lo intento no concibo dolor tal para una persona, hay cosas que la razón humana no puede entender, al menos mi razón.